Las flores abismales de Carolina Sanín

Sumapaz by Erikson Sánchez

Al otro lado, detrás de otra alambrada, pastaba un rebaño de ovejas blancas carinegras. El potro no estaba ni con ellas ni con las flores de la papa. Estaba en el centro y era un mundo aparte. (28)

Desde el primer día, he seguido yendo a mi lote cada sábado a plantar. Tengo guayacanes, tíbares, cedros, arrayanes, sangregados. Y alisos, que son suaves y metálicos. Son de fronda parca y parecen más discernibles que otros árboles: he creído que podría recordar todas las hojas de un aliso y saber que las recuerdo. (32-33)

Plantamos un cerezo, que era regalo de mi madre, y dos borracheros, proque me contaron que protegen, y yo me había enterado de que a la finca grande que colinda con la mía se metieron los ladrones.(33)

El lote se cundió de esa maleza con la que en Boyacá hacen escobas. (34)

Entristézcase plantando árboles, dice una valla en la vereda. Alégrese plantado, dice otra. (37)

¿Cuándo nace un árbol? ¿Se dice que nace cuando un ojo humano advierte el primer brote que sobresale de la tierra? Pero, para entonces.el árbol ya ha crecido. ¿No sucede afuera el nacimiento, sino dentro de la semilla? ¿O no nacen los árboles, sino que siempre están, de fruto en semilla y de semilla en fruto, siguiéndose a sí mismos? (38)

La grama estaba llena de hojitas de dormidera entre los tréboles. Uno pasaba el dedo por el espinazo de las hojas y ellas se iban cerrando, párpado contra párpado, como ojos ciegos que eran las manos de la hierba. (39)

Yo escribía "los abedules". Y también escribía "los abetos". Ponía nombres de árboles en cuentos y en poemas.  (39)

"Abeto" y "abedul" eran países muy lejanos en los que había habido una vez. El árbol, la vida que era una palabra, era mi reino. (40)

Esa mañana, además de los borracheros, habíamos plantado aquel cerezo de los que mi madre cría en su casa (40)

Cuando las plantas que tiene en su apartamento crecen demasiado para el cielorraso, también las planta afuera: Saqué la cheflera el otro día.(41)

Su otro hijo, mi hermano, es jardinero en Nueva York, donde emigró hace veinte años. He paseado con él por Manhattan y de repente me ha señalado un arce que plantó en la acera y ya ha cambiado varias veces de color, o una isla de flores que fundó frente a una portería. (41)

Sobre la tapa habían puesto un lirio. Me puse a pensar en que la punta del pistilo era la cara de ella. Por un momento supe que las flores son las caras de los muertos.(46)

También llevé a su casa una planta que compré esa mañana, ya a sabiendas de que era para la muerta y no para la viva. (54)

En el páramo del Cotopaxi, que está cubierto de líquenes como corales, encontré un venado que comía detrás de un conejo.(61)

Me fijé en una planta del suelo que parecía una lechuguita. Miré su centro, donde las hojas nacían y todas convergían, y prometí que trataría de encontrar los ojos de las cosas.(62)

Mi amigo y yo nos habíamos propuesto subir sin hablar. Nos señalábamos los líquenes y el musgo, y los hongos violáceos, para recomendárselos a la memoria. (78)

Luego quedaron atrás también los arbustos, y no hubo más ramas ni más sombra en el frío, sino los solos frailejones bajo el cielo, como cabezas sembradas. Yo nunca los había visto de cerca. Sus largas hojas afelpadas, apiñadas en torno al tallo, formaban una corona que a la vez era la cabeza que adornaban. (78)

¿Los frailejones eran como frailes capuchinos que eran cómo? ¿Como frailes que estuvieran apostados en las laderas, con aureola de plumas y cuerpo de tallo vegetal? (79)

Los frailejones eran animales, aunque se llamaran plantas: animales machos, acuáticos e inmóviles. (80)

Volví a ver los frailejones. En Iguaque solo había visto los que tienen la copa en el suelo; allí, en el páramo de Chingaza, encontré unos que se elevaban sobre su tallo hasta mi altura y otros que se elevaban hasta el doble. Eran frailejones gigantes y parecían palmeras enanas. (84)

Había entre los frailejones, una especie de pencas que se asemejaban a ellos de lejos y en la silueta, pero que en realidad eran lo contrario de ellos. Sus hojas eran lisas y más angostas, y eran de un verde menos azul y menos claro. No tenían pelusa sino espinas en el borde. Parecían agazapadas, hasta un poco irritadas entre los frailejones tranquilos, felices de estar mojados desde la rociada hasta la lluvia, contentos de no ahogarse en el llanto parejo e imparable de la altura. (86)

Mi amigo contó que los frailejones recogían, con los pelitos de sus hojas, la neblina que pasaba; que la neblina se convertía en gotas dentro del tallo, las gotas se convertían en hilos de agua en las raíces, y los hilos formaban riachuelos subterráneos que luego se resumían a los lagos de los que salía nuestro acueducto. (86)

Le dije a mi amigo que el verde que más me gustaba era el dorado: el de las praderas secas, el de las espigas. Él dijo que los frailejones crecían muy lentamente. Que uno de mi tamaño podía tener más de cien años. Los frailejones más lejanos parecían rocas. (87)

En un recodo del tamaño de mi mano crecían tallos de pasto del largo de mis pestañas: un juncal. (88)

El liquen que parecía coral era también un bosque calcinado. El musgo era pradera. (88)

La neblina comenzó a bajar. Me desvié hacia el agua congregada. caminando sobre hierba, arena y musgo, como sobre estopa y pelo. (89)

Marcos y su hijo me estaban acompañano a sembrar flores en la era, y yo quise enseñarle al niño a esquivar el asco. (96)

Era increíble que hubiera un árbol que me rodeara y me cubriera, y en él tantas hojas, y entre ellas un pájaro que era una hoja que podía pasar de una rama a otra sin caerse. (97)

El árbol de aquella acera era un plátano. Alguna vez he pensado que es difícil para una escritora ecuatorial mencionar en el texto un plátano - ese árbol de corteza moteada y hojas no mayores que mi mano - sin que su lectora crea que se refiere a la planta de enormes hojas que da plátanos. (98)

... el fucsia de las flores no pegaba con el verde del resto del jardín. Me dio un brote de uno de los arbustos arrancados, que fue el que planté con Jacobo y Marcos en la Era el día que besé a la chiza. (101)

Buscaba formas dentro del olor: rayas, puntos, flores. (103)

Me propongo inventar una cara y, en lugar de cara, veo una fronda: formas de hojas, tamaños de hojas. Hago un monte, un bosque. Las hojas que brotan allí donde he querido que surja el rostro tienen ramas dentro: son sus nervios, sus venas o sus huesos, que reflejan la forma del árbol del que las mismas hojas se han soltado. Pero ¿Qué es el resto de la hoja, lo verde, lo que no es nervadura? ¿Puede decirse que es la carne de la hoja, su pulpa, o es otra nervadura más interna, una malla tupidísima, minúscula, que llega al ojo humano como un campo liso de color? (111-112)

Veo un ave que surge de la maraña y pesca, y una flor que pesa en el aire, prendida de una rama, y de pronto se descuelga sobre el agua y es un pez durante un instante que no cuenta en el tiempo. (135)

Una piedra desencadenada es una planta, Una planta desencadenada es un animal. Un animal desencadenado soy yo. Soy una piedra, una planta y un animal que fueron haciéndose cada vez menos compactos. (142)

... y otra escena, en la que el padre había caído de un machetazo, y otra más, en la que regresaba a su tierra, donde se cultivan higueras de las que se cogen los higos maduros, y no higuerillas no higuerones, como en las márgenes del río Don Diego, ni brevos, que es como llamamos a las higueras en mi región, donde cogemos brevas siembre verdes, que saben amargas si no se cueven con azúcar. (144)

Entonces se apeó del caballo y durante casi tres cuartos de hora jugó en el espacio sideral con las estrellas que eran cabras y eran "como alhelíes y también como flores" (156)

La describía, y en la mente de la hotelera se figuraban una reina y una nube, una generala que caminaba sobre el agua, una rosa, una abeja, una yegua, un potro, un jaguar, un cordero y un pelícano. (162)

Uno es un peñasco coronado por una higuera; debajo está Caribdis, la monstrua remolina que tres veces al día se traga el agua del mar y tres veces la vomita. (176)

Estoy entre la gente. Detrás de cada
uno vive una tribu que no veo. Ahí están
los que coinciden en esta hora frente a mí, 
como flores que he cogido.
Los alumnos de una clase, un escuadrón, 
un lote de soldados muertos. (200)

Carolina Sanín. Somos luces absimales, 5a. reimpresión, 2019. 203 p. Ed. Literatura Random House

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