El general emergió del hechizo, y vio en la penumbra los ojos azules y diáfanos, el cabello encrespado de color de ardilla, la majestad impávida de su mayordomo de todos los días sosteniendo en la mano el pocillo con la infusión de amapolas con goma.
El general se agarró sin
fuerzas de las asas de la bañera, y surgió de entre las aguas
medicinales con un ímpetu de delfín que no era de esperar en un cuerpo
tan desmedrado.
Manuela le leyó durante dos horas. Había sido joven hasta hacía poco
tiempo, cuando sus carnes empezaron a ganarle a su edad. Fumaba una
cachimba de marinero, se perfumaba con agua de verbena que era una
loción de militares.
El único cambio notable que hizo en los ritos del insomnio aquella noche
de vísperas, fue no tomar el baño caliente antes de meterse en la
cama. José Palacios se lo había preparado desde temprano con agua de
hojas medicinales para recomponer el cuerpo y facilitar la
expectoración, y lo mantuvo a buena temperatura para cuando él lo
quisiera.
De pronto, sin causa aparente, lo acometió un acceso de tos que pareció
estremecer los estribos de la casa.[…] Entonces el general respiró a
fondo con los ojos llenos de lágrimas, y señaló hacia el tocador. «Es
por esas flores de panteón», dijo. Como siempre, pues siempre encontraba algún culpable imprevisto de sus
desgracias. Manuela, que lo conocía mejor que nadie, le hizo señas a
José Palacios para que se llevara el florero con los nardos marchitos
de la mañana.
José Palacios la precedió [a Manuela] con un candil hasta los establos,
en torno de un jardín interior con una fuente de piedra, donde
empezaban a florecer los primeros nardos de la madrugada.
y no faltó quien lo llorara desde los balcones y le tirara una flor y le deseara de todo corazón mar tranquila y próspero viaje.
Los extractos son tomados de una versión electrónica sin paginar de la obra de Gabriel García Márquez, las citas se hacen en continuidad a la lectura.
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