Pedro Páramo
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias.
Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas; hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único.
¿Cómo me dijo aquel fulano que se llamaba esta yerba? «La capitana, señor. Una plaga que nomás espera que se vaya la gente para invadir las casas. Así las verá usted.»
Había chuparrosas. Era la época. Se oía el zumbido de sus alas entre las flores del jazmín que se caía de flores.
«... No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo. »
Aquel cadáver pesaba mucho en el ánimo de todos. Estaba sobre una tarima, en medio de la iglesia, rodeado de cirios nuevos, de flores, de un padre que estaba detrás de él, solo, esperando que terminara la velación
-¡Tómelo! Le hará bien. Es agua de azahar. Sé que está asustado porque tiembla. Con esto se le bajará el miedo.
Pienso cuando maduraban los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban con su olor el viejo patio.
Es domingo. De Apango han bajado los indios con sus rosarios de manzanillas, su romero, sus manojos de tomillo. No han traído ocote porque el ocote está mojado, y ni tierra de encino porque también está mojada por el mucho llover. Tienden sus yerbas en el suelo, bajo los arcos del portal, y esperan.
«Si al menos hubiéramos traído tantito pulque, no importaría; pero el cogollo de los magueyes está hecho un mar de agua. En fin, qué se le va a hacer».
Justina Díaz entró en el dormitorio de Susana San Juan y puso el romero sobre la repisa.
«El dulce de menta es azul. Amarillo y azul. Verde y azul. Revuelto con menta y yerbabuena.»
Limpió el agua del florero roto. Recogió las flores. Puso los vidrios en el balde lleno de agua.
Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes , o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre.
Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.
"Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.
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